Casi la mitad de la cama le pertenecía a ella. Casi la otra mitad, a sus hijos. Solo un pequeña parte le correspondía a él, al borde del precipicio.
Y eso que las noches comenzaban siempre en tablas, mitad de la cama para cada uno. «A ver si esta noche dormimos tranquilos» se decían. Pero, poco a poco, iban llegando los pequeños inquilinos, con sus miedos nocturnos, dispuestos a despojarle de sus tierras. Y el precipicio cada vez estaba más cerca.
Mas, pese a la incomodidad física, la tranquilidad mental le permitía descansar, tocando la manita, la carita o el pelo de alguno de los okupas.
«A ver si esta noche dormimos tranquilos» repetían, pero con poca convicción.
Y llegó la noche en la que la cantidad de ocupantes se redujo en uno. El orgullo paternal se diluyó con la pena. Después. fueron dos menos y algo más de tristeza. Con el paso del tiempo, únicamente hubo una pareja. «Por fin solos» se dijeron, dándose la mano. La mitad de la cama para ella. La otra mitad, para él.
Echaría de menos estar al borde del precipicio.
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