Lucía llegó al dormitorio compartido tras el paseo nocturno, con la pesada bolsa a sus espaldas. Cualquiera diría que estaba solo llena de piedras. Sus amigos veteranos del campamento de verano, entre sonrisas cómplices, les habían dicho a ella y a los otros niños nuevos que había sido una gran noche de caza y que habían capturado a un montón de gamusinos en la oscuridad, pese a que los novatos no había visto ninguno. «Es que hay que tener buen ojo y experiencia para encontrarlos» les había comentado el líder de los veteranos.
Lucía tuvo el honor de llevar la bolsa para guardarla en su habitación hasta la mañana siguiente, cuando tendría que enseñársela a los monitores. Desde el principio ella se ofreció a portarla y ninguno de los nuevos se opuso cuando descubrieron el montón de kilos que parecía pesar.
Los mayores le habían advertido que no podía mirar en su interior hasta el día siguiente, porque los gamusinos podrían ponerse nerviosos y atacarla. Pero aquello era una tontería, Lucía estaba preocupada por si se quedaban sin aire allí dentro. Así que se sentó en su cama, intentando no despertar al resto de sus compañeras, que debían de llevar ya un rato dormidas, y abrió la bolsa para dejar caer su contenido en el suelo.
Rodaron un montón de piedras. Marta, la más mayor de la habitación, haciéndose la dormida, miraba de reojo desde lo alto de la litera. Intentaba aguantar la risa floja, porque era la que había convencido al grupo de llevarse a Lucía para la caza del gamusino y estaba esperando para ver la cara que ponía al ver lo que había estado cargando todo el rato.
Lucía observó las piedras con curiosidad, murmurando «¿cuáles serán gamusinos? No es nada fácil distinguirlos», mientras Marta intentaba no reírse a carcajadas. Entonces Lucía comenzó a acariciar piedras al azar.
Y una de ellas abrió sus brillantes ojos. Bostezó, estiró sus patitas y una cola que estaba plegada y oculta, y emitió el mismo chirrido que hacen las uñas al arañar la pizarra.
—Ay, pobre —murmuró Lucía—, si es que llevabas mucho tiempo ahí encerrado —y agarró el gamusino y lo alzó en vilo. El gamusino sonrió y le guiñó uno de sus ojos brillantes, mientras otras cuantas piedras comenzaban también a moverse y a bostezar. Marta, desde la litera, no podía apartar la mirada, perpleja.
Lucía se agachó para recoger a todos los gamusinos recién despertados, un total de seis, que se subieron a sus manos, brazos y hombros, contentos de ver a alguien conocido, acariciándola con su cuerpo pedregoso. Con todos desperdigados alrededor de su cuerpo, salió del dormitorio y los dejó en el suelo del exterior.
—Ahora, volved al bosque rápido, que no os descubran —les pidió antes de lanzarles un beso de despedida y ver cómo se escapaban lentamente de vuelta a la naturaleza, cruzando el campamento entre chirridos.
Lucía regresó a la habitación, contenta de haber sacado de allí a esos pobres gamusinos, y guardó el resto de piedras en la bolsa. Mañana todos se reirían de ella por lo de las piedras, pero había conseguido liberar a los gamusinos capturados para que no sufrieran ningún daño en manos de otros niños.
Y, mientras se acostaba en la cama, Marta la miraba, con los ojos aún de par en par, preguntándose si había visto bien o si todavía estaba soñando.
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