Una chica joven con chandal multicolor que pasaba al lado, por el pasillo libre de acera que quedaba entre las mesas y los vehículos aparcados, siguió con la mirada a ese hombre con pinta de empresario sentarse tan a gusto para pedir seguramente un buen desayuno, encenderse un puro, llamar la atención del camarero y abrir la prensa. La chica se indignó, resoplando por la nariz que no llevaba cubierta por la mascarilla, obligatoria en aquel momento de la pandemia. «Mira lo que hace ese». Le parecía indignante que la gente fuese así, capaz de dejar su vehículo mal aparcado para ir al bar, en lugar de perder un par de minutos de su vida en buscar un hueco libre y no importunar a nadie. Ese tiempo sería el que tendría que perder alguno de los que tenían el coche bloqueado por el Mercedes, solo esperando a que el tipo les prestase atención y lo cambiase de sitio. No, no le parecía justo.
Un hombre ya bastante mayor que se cruzó unos metros más adelante con ella, con su pantalón de pinza bien planchado y su chaleco marrón, la miró enfadado. La llevaba viendo bajar por la calle justo desde el momento en el que tiraba de la correa del perro para que avanzase, después de que su mascota hubiese hecho sus deposiciones matutitas junto a una farola de la acera, restos que se quedarían ahí porque el hombre había simulado mirar hacia otro lado cuando el can cumplía con sus tareas intestinales. «Mira a esta» pensó con desprecio. «Con la edad que tiene, ya podía ser capaz de ponerse bien la mascarilla, no enseñando la nariz. Si es que estos jóvenes no respetan nada».
Una adolescente en patinete eléctrico casi pisó el excremento recién abandonado. Pánico le dio que aquello pudiese haber salpicado al pisarlo con alguna rueda y haberle manchado su pantalón blanco recién estrenado. Juró en arameo y echó una ojeada hacia atrás para ver al anciano que se alejaba y que ni se había esforzado en retirar aquel regalo. «Mira al viejo, vaya con él» pensó, iracunda, «Así también saco yo al perro, si luego otros tienen que recoger lo que va dejando». Le fastidiaba que luego dijesen que si los jóvenes iban por ahí ensuciando, para luego encontrarse con que los mayores eran iguales o peores. «Esa generación deberían haber aprendido algo más de civismo».
El susto que se llevó un treintañero embutido en su traje del Zara, al poco de salir por la puerta de la oficina de un partido político, fue morrocotudo. El patinete pasó muy cerca de él, haciéndole dar un salto hacia atrás. Su mochila, que no había cerrado del todo, cayó al suelo, y un montón de folios se esparcieron por la acera. Los recogió apresurado, mascullando por el poco cuidado que había tenido la chavala patinadora, que casi lo había arrollado. «Mira la niñata» gruñó para sus adentros, mientras acababa de guardar el material que había cogido de la oficina para poder hacer unas actividades extraescolares con sus hijos en casa por la tarde. «Hasta que no atropellen a nadie, no se van a poner serios con eso de no ir con patinetes eléctricos por la acera». Se incorporó de mal humor y se alejó del edificio, hacia su coche, bloqueado por otro vehículo de una gama muy superior con las luces de emergencia dadas.
La directora regional de aquella sucursal del partido político observaba por el balcón de la primera planta, con su elegante traje de persona importante hecho a medida, viendo como se alejaba su asistente tras casi chocarse con un patinete eléctrico. Negaba con la cabeza y apretaba los labios. «Mira al bribón» se dijo. «Robando material de la oficina, cómo lo sabía. Qué le costarán unos folios en la papelería, en lugar de andar escamoteándoselos al partido. Hay que ser rastrero». Y mientras, miraba el móvil, donde había recibido un mensaje del constructor al que estaba esperando, indicándole que ya estaba en el bar, para ver si bajaba de una vez. La directora se preparó para su reunión secreta.
El constructor leía el periódico en la terraza, con el puro en la boca, viendo al tipo aquel con ese traje barato dirigirse hacia uno de los cochecillos cutres que había bloqueado con su Mercedes. Se hizo el distraído mientras leía la respuesta al mensaje que acaba de enviar. La directora del partido le decía que ya iba hacia allá, que a ver si se había sentado en un lugar discreto. Él sonrió, mientras pensaba «Mira a estos politicuchos. Tanto hablar de lo mala que es la corrupción, y en cuanto se hacen con un poco de poder, ya nos están adjudicando proyectos a dedo». Y, ante la insistencia de los pitidos del tipo del coche barato, hizo una seña con la mano y el puro, indicando que ya iba, que qué prisa había, y que si en este país no se podía estar ni un minuto tranquilo tomando un carajillo.
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