El carrito de Miki, cargado con una bolsa de la compra atiborrada de productos infantiles, pañales, toallitas, potitos y cereales, pesaba una barbaridad, sobre todo al intentar subirlo al autobús sin nadie que se ofreciese a ayudarla. Miki se quejó cuando se le cayó Nuno, su muñeco dudú, y miró hacia arriba para ver si su madre se había dado por enterada. Raquel suspiró y se agachó para recogerlo mientras el tipo trajeado de pelo repeinado que prometía canas criticaba, detrás de ella, su lentitud; parecía que solo él tenía prisa y no podía perder el tiempo viendo como alguien recogía un muñecajo. Pero Raquel intentó con todas sus fuerzas no pensar en eso, evitó imaginarse a sí misma gritándole cuatro cosas hasta que le estallase la cabeza al tipo, quedando su cuerpo trajeado sin lugar para su pelo repeinado. No, Raquel no pensó en ello, bloqueó su mente y acarició la cabeza de Miki, que la miraba con curiosidad.
Buscó la tarjeta del autobús ante la desesperación del tipo trajeado, con las prisas se había olvidado de tenerla a mano, poniéndose más nerviosa aún, hasta que el conductor le concedió un respiro y la dejó entrar sin pagar. «Gracias, ahora paso la tarjeta en el lector de atrás» susurró ella agradecida, olvidando al tipo trajeado y viendo como Miki sonreía.
Cuando por fin pudo avanzar por el pasillo del autobús, buscó con la vista el hueco reservado para carritos, evitando en la medida de lo posible dar ningún golpe a nadie con la compra, que se bamboleaba bruscamente, enganchada a las dos asas del carrito. Un chico que escuchaba música dándole la espalda a Raquel y que no era consciente del volumen que ocupaba el carrito, con niño y compra incorporados, se llevó un buen golpe con el pico de la caja de cereales, uno de esos impactos que crees que no duele porque «eso es solo cartón» hasta que te da en ese punto donde tienes acumulado algo más de grasa de lo deseado. El chico de la música masculló de dolor y Raquel agachó la cabeza, pensando que lo sentía mucho y que esperaba que él no se pusiese a decir barbaridades. Pero el chico susurró un ligero «lo siento» y se apartó más, facilitándole el paso. Raquel repitió también el «lo siento» y un «gracias» con una sonrisa y continuo avanzando, con mucho cuidado, mientras Miki gorgojeaba de alegría y miraba con ojos brillantes al chico de la música.
La señora mayor del bastón con una cabeza de león por mango no fue tan amable cuando el carrito le pisó el juanete del pie derecho. La señora gritó de dolor, aquello debía de dolor mucho, mientras Raquel se disculpaba acaloradamente por el inesperado incidente; se sentía tan culpable. La señora blandió el bastón como una energúmena, a punto de golpear la bolsa de la compra, convirtiendo todo el dolor del juanete en una retahíla muy variada y original de insultos e improperios. Sí, tenía toda la razón para quejarse, pensó Raquel, pero ya podía haber metido el pie en su sitio en lugar de dejarlo en medio del pasillo, donde seguro que más de uno ya se había tropezado. Además, aquellas no eran formas. Pero, con Miki mirando sorprendido ora a la señora, ora a su mamá, Raquel se preocupó en no pensar en las fauces de ese león que coronaba el bastón abriéndose exageradamente para devorar a la señora gritona. Agachó de nuevo la cabeza mientras soltaba un «perdón, señora, fue sin querer» e ignoró los gruñidos quedos en los que se fueron convirtiendo los chillidos.
Cuando por fin se decidió a levantar la mirada, observó el hueco para los carritos. Allí cabían dos en línea, pero cuatro personas lo ocupaban, agarradas al pasamanos, mirando el móvil con desmedido interés. Un par de ellos levantaron la cabeza fugazmente, miraron a los que tenían al lado, esperando que alguno de los otros se decidiese a cederle el sitio a Raquel y Miki y evitando cruzar su mirada con la de ella, por si se lo pedía directamente a ellos y se sentían obligados a moverse de allí. Tras tanta disculpa y tanto pedir perdón, Raquel no pudo aguantar el fruncir ceño y labios, mientras se imaginaba que los cuatro pasajeros eran como vacas masticando hierba mientras veían un tren pasar, con cara de ignorancia, sin interesarse por nada que no fuese el mascar a cámara lenta. Cuatro vacas pastando sin intención de moverse ni un ápice hasta que el pastor se decidiese a darles un manotazo en el costado. Cuatro vacas moviendo la boca lentamente, moliendo la comida con sus muelas con tranquilidad.
Miki la miró, extrañado porque no avanzase, y entendió los problemas de su madre. Raquel se dio cuenta tarde de que había abierto su mente demasiado tiempo, sin ningún bloqueo, dejando permear la curiosidad de su hijo en su interior, y Miki gruñó enfadado por la pena de mamá. Observó entonces con detenimiento a los cuatro pasajeros, que dejaron caer sus móviles al suelo, pues ya no tenían manos para agarrarlos. En su lugar, apoyaron las cuatro pezuñas en el suelo y apretaron sus voluminosos cuerpos vacunos como pudieron en el hueco para los carritos, mientras los cencerros que habían aparecido en sus cuellos sonaban sin cesar. Los cuatro pasajeros miraron a Miki, masticando con calma la hierba que tenían en la boca, mirándolo como si no fuese con ellos la cosa, soltando algún mugido solitario, ante la sorpresa de los demás pasajeros, que no recordaban que allí hubiese cuatro vacas cuando ellos habían subido.
Raquel abrió los ojos de par en par, tan sorprendida como asustada, mientras Miki le sonreía, habiendo cumplido sus deseos. Qué fácil era contentar a mamá, pensaba el bebé. Abrazó fuerte a su muñeco dudú y comenzó a quedarse dormido ahora que todo marchaba bien. Aún tenía mucho que aprender para poder usar sus poderes correctamente.
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