Paseaba por el bulevar mirando todo a su alrededor, intentando capturar todos los detalles, con una sonrisa bobalicona de felicidad y tristeza en la cara, recordando todo lo vivido en aquel barrio durante los últimos cinco años. La mañana, soleada, invitaba a andar y a saludar con alegría a cuanto vecino se cruzase.
Le iba a dar mucha pena marcharse de allí. Iba a dejar atrás tantas cosas, a tanta gente buena.
La frutera de al lado de casa, que se le adelantó arrastrando el carrito que usaba para llevar sus productos a domicilio, le dedicó el último chiste que se había aprendido mientras apretaba el paso para seguir con su trabajo. «Qué maja que es esta chica» pensó él mientras seguía con su tranquilo caminar en aquella mañana soleada. Repasó el chascarrillo que le acababa de contar y se rio a carcajadas cuando por fin lo pilló.
Se paró a encenderse un cigarrillo, cuando los ladridos de un perro le hicieron sobresaltarse, por lo inesperado. Al girarse, se encontró con Thor, que se alzaba sobre sus cuartos traseros para echárselo encima e intentar darle un lametón en la cara. El gran perro del vecino del quinto siempre estaba dispuesto a jugar, y no sería la primera vez que le tiraba al suelo al abalanzarse sobre él con sus casi ochenta kilos de peso. Esta vez consiguió mantener el equilibrio, mientras abrazaba y acariciaba a la mascota y daba los buenos días al dueño que, azorado, intentaba que Thor se portase como un buen perro. Cuando por fin lo consiguió, se despidieron entre risas y se alejaron de allí en sentido contrario, mientras él echaba una vista atrás para ver como Thor le devolvía una de sus preciosas sonrisas perrunas.
Aquella mañana soleada también había mucho turista. Y, como siempre, pidiendo indicaciones. Él, amable como era, atendió a un grupo que buscaba un buen sitio para comer. Estaba claro que les recomendaría el «Mucho Jamón», justo frente a su portal, donde tantos desayunos de pan con tomate y jamón se había tomado a la salud de los dueños, aquel matrimonio mayor tan bien avenido. El negocio les iba viento en popa, y él tenía claro que se lo merecían.
Sí, iba a echar mucho de menos el barrio. Suspiró, pensando que ya era hora de volver a casa. Tenía todavía un par de horas de trabajo por delante antes de marcharse de allí para siempre. Aunque recordaría todo y a todos con mucho cariño, eso estaba claro.
Se resignó antes de entrar en el portal y acceder al bajo exterior. Allí, continuando con las tareas pendientes, acabó de preparar la enorme bomba que había distribuido por todo el perímetro de su casa, con especial atención al muro de carga de aquel viejo edificio. Le había llevado años conseguir el material sin llamar la atención y unos cuantos días montarlo con mucho cuidado, pero su trabajo allí por fin estaba llegando a su fin. Los cinco coches de segunda mano que había comprado en ese tiempo, cargados también de explosivos, estaban aparcados estratégicamente para explotar en cadena, provocando así no solo el derrumbe de ese edificio sino un efecto devastador en el bulevar y en los edificios colindantes. Para eso lo habían enviado allí, para infiltrarse y provocar la gran explosión en el momento oportuno, sincronizándose con los otros veinte terroristas que se habían distribuido por la ciudad.
Cuando estuvo todo listo, salió de la casa, poniéndose la chaqueta y sin olvidarse del móvil de prepago para iniciar la explosión. Le deseó a la vecina del cuarto, al cruzarse con ella, que tuviese un buen día, y que aprovechase, que estaba soleado e invitaba a andar, y se marchó de allí, con un último suspiro de pena por dejar atrás el barrio.
Era una verdadera lástima marcharse de allí, pero lo primero era cumplir con su trabajo. Se encendió un pitillo, se puso a caminar y se alejó del que había sido su hogar durante los últimos cinco años, unos minutos antes de activar el detonador mediante una llamada de móvil.
La mañana, soleada, invitaba a andar y a saludar con alegría a cuanto vecino se cruzase.
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