Detuvo su enorme Mercedes negro en doble fila, junto a un par de coches con mucha menos clase, interrumpiendo parcialmente el tráfico en aquella calle de doble carril en un único sentido, y se bajó con un periódico bajo el brazo y estirando su elegantemente arrugada americana azul. Con las luces de emergencia parpadeando, cerró las puertas y se dirigió, sonriente, hacia la terraza del bar más caro de aquel lugar, buscando un lugar escondido en el que pasar desapercibido.
Una chica joven con chandal multicolor que pasaba al lado, por el pasillo libre de acera que quedaba entre las mesas y los vehículos aparcados, siguió con la mirada a ese hombre con pinta de empresario sentarse tan a gusto para pedir seguramente un buen desayuno, encenderse un puro, llamar la atención del camarero y abrir la prensa. La chica se indignó, resoplando por la nariz que no llevaba cubierta por la mascarilla, obligatoria en aquel momento de la pandemia. «Mira lo que hace ese». Le parecía indignante que la gente fuese así, capaz de dejar su vehículo mal aparcado para ir al bar, en lugar de perder un par de minutos de su vida en buscar un hueco libre y no importunar a nadie. Ese tiempo sería el que tendría que perder alguno de los que tenían el coche bloqueado por el Mercedes, solo esperando a que el tipo les prestase atención y lo cambiase de sitio. No, no le parecía justo.