Marina nunca entendió por qué su padre la había abandonado en aquella casa, llena de niños y adultos desconocidos. Estuvieron un rato juntos, visitando el lugar, de la manita, trasteando con los juguetes que encontraban por el suelo, pero cuando quiso darse cuenta, él se había marchado, dejándola sola.
Y Marina lloró desconsoladamente por un buen largo rato. Una adulta la quisó animar, presentándole a otros niños abandonados, jugando, cantando, pero era imposible. Lloró, lloró y lloró hasta que ya no le quedaban más lágrimas y, aún así, lloró más.