Su experiencia como supervivientes en todo tipo de ambiente peligroso los había puesto inmediatamente en alerta. No les daba ninguna confianza la presencia de aquel monstruo, que parecía seguir una ruta que podría llevarle directo a la aldea en la que habían pasado la noche anterior, situada tras la Colina de los Gallos. Les preocupó que pudiese acercarse a la misma para cometer alguna atrocidad; así que lo persiguieron, intentando al principio que no les viese, solo para confirmar sus sospechas. Tampoco querían un enfrentamiento directo contra aquel ser, si no era estrictamente necesario.
—Ese monstruo va con paso decidido —aseguró la exploradora mediana tras otear desde lo alto de un árbol—, o corremos hacia él para atacarle ahora, o podríamos no darle alcance antes de llegar a la aldea.
—Busquemos un claro desde el que pueda verlo —pidió el mago enano—, si me concentro lo suficiente, podría intentar retenerlo con uno de mis hechizos.
Los cuatro aventureros corrieron hasta dar con un camino abierto, desde donde podían ver al ogro avanzar con rapidez, llegando ya al pie de la colina y comenzando a subirla hacia su cima, detrás de la cual estaba la aldea. El mago se concentró en las palabras y gestos arcanos que lo detendrían, pero el ogro estaba lo suficientemente lejos para que la magia perdiese su fuerza y se desvaneciese en una colección de volutas relucientes.
—¡Rápido, vayamos a por él! —dijo la espadachina humana, que avanzó todo lo rápido que pudo.
Pero el ogro ya se había alejado demasiado. Cuando llegaron al inicio de la colina, vieron su enorme silueta perderse al otro lado de la misma.
De pronto, el ambiente se plagó de voces de niños gritando. Se les heló la sangre e intentaron apretar el paso para evitar una matanza, pero sabían que llegaban tarde.
—¿Por qué no habremos actuado antes? —rezongó el elfo clérigo en su carrera por darle caza.
Llegaron a la cumbre aceleradamente, sudorosos y cansados, sin escuchar ningún grito más, temerosos de lo que se podían encontrar.
Pero, tras comenzar a bajar hacia la aldea, se toparon con unos cuantos aldeanos tranquilos, que se encontraban descargando la leña del carro, alimentando a la mula, cargando botijos desde el río, regando el pequeño huerto de cebollas.
—¿Qué ocurre aquí? —preguntó una mujer que salía de una choza considerablemente larga. Sabían que aquello era la escuela que se habían permitido construir entre todos los aldeanos. La mujer, la profesora del lugar, parecía sorprendida al verles llegar de esa manera.
—Venimos a dar caza a un ogro que ha entrado aquí —dijo la espadachina humana—. Temíamos que ese monstruo pudiese haceros algún daño.
—¿Monstruo? —dijo la profesora, estupefacta, y apartó la cortina de la escuela, invitándoles a pasar a su interior.
Allí estaba el ogro, sentado en el centro para no dar con la cabeza en el techo, con los pies cruzados, el garrote pegado a una pared y el hatillo deshecho, cubierto de enormes libros. Él tenía uno en sus manos, y lo leía con una voz grave pero agradable, entonando con tal delicadeza que tenía a una docena de niños de todas las edades embelesados a su alrededor.
—Perdonen, pero se han debido de equivocar al contar —les corrigió la profesora—, porque yo aquí no cuento un monstruo, sino hasta cuatro.
Y Brunni el cuentacuentos, sin percatarse del peligro que había corrido, siguió leyendo, entretenido, las fábulosas historias que tanto encandilaban a sus adorables oyentes.
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