Pero mi bisabuelo admitía ser feliz. Y yo también lo era, porque a él le encantaba contarme un cuento todas las noches, algo que yo adoraba. En aquellos últimos momentos de su vida, vivía con mi padre, que era su nieto, con mi madre y conmigo, su bisnieta favorita, aunque me constaba que eso nos lo decía a todos los bisnietos a escondidas.
Imagen de Mystic Art Design |
El cuento de la noche era el momento más dichoso del día, cuando mis padres me arropaban y mi bisabuelo se quedaba conmigo, sentándose lentamente en una silla junto a mi cama, apoyando ambas manos en su garrota, haciendo memoria para contarme siempre algo nuevo.
Es algo que hizo desde que tengo recuerdo, todas las noches igual durante años y años.
Pero llegó el momento en el que yo ya creí ser algo más que una niña pequeña. Mi bisabuelo me seguía contando historias, pero cada vez me daba más vergüenza que lo hiciese, pues ya me sentía mayor. Hasta el día en el que se sentó en la silla, a esa escasa velocidad que sus huesos le permitían, se sujetó en la garrota buscando una comodidad que le aliviase algo, y comenzó a hablar:
—Hace cientos de años...
—Bisa —le interrumpí con un leve hilo de voz—, esta noche no quiero cuento.
Mi bisabuelo me miró fijamente, frunciendo el ceño con extrañeza, y me preguntó:
—Bueno, ¿quizá mañana?
—No, es que ya soy mayor para cuentos para dormir—respondí, envalentonada por mi ya no tan escasa edad—. Prefiero que ya no me cuentes más cuentos, bisa.
Y mi bisabuelo movió la cabeza, sonriendo afirmativamente, haciendo un esfuerzo descomunal con su mano para revolverme el pelo. Pensé que entendía que me hacía mayor. Así que se levantó, tan lentamente como se había sentado, me dio las buenas noches con mucho cariño y se marchó.
Una semana más tarde, mi bisabuelo moriría. Había decidido dejar de tomar la vacuna de la vida eterna. En ese momento no supe por qué lo había hecho, pero me dio muchísima pena porque no era capaz de entender lo que sufría en el día a día. Es algo que comprendería con el paso del tiempo, cuando descubriese que mucha gente dejaba la vacuna de golpe, cansados de alargar artificialmente una vida llena de dolores. La vida eterna no siempre era tan maravillosa como la vendían.
Un día, ya siendo adulta, me dio por ordenar las cosas del pueblo. Echaba una mano a mis padres, que querían tirar trastos inútiles. El trastero estaba lleno de cajas de juguetes, libros y chismes viejos que ya no tenían mucha utilidad. Fue allí donde descubrí un baúl alargado en el que mis padres habían guardado algunas de las pertenencias de mi bisabuelo. Lo abrí y me emocioné al ver su garrota sobre un par de abrigos viejos, sus anticuados trastos electrónicos de principios de siglo, así como sus libros y cómics favoritos. Y, ocultos entre esa pila de papel escrito, encontré sus diarios. Ni siquiera sabía que existían, así que me dio por leerlos, para poder recordar así a mi querido bisabuelo.
Allí había escrito todas y cada una de las historias nocturas que me contó. Todas ellas, para mi sorpresa, inventadas. Incluso había algunas al final del último diario que no recordaba de nada, como si las hubiese escrito para tener más que contarme. Fue emocionante descubrir aquel tesoro de mi infancia, mi corazón me llevó a mi niñez y a aquellos felices años con cuentos para dormir.
Entre historia e historia, de vez en cuando, escribía algún pensamiento vago que le pasaba por la mente: momentos alegres, otros tristes, recuerdos de su mujer fallecida, quejas de una sociedad decadente... Al principio no les hice mucho caso, centrada más en los relatos que me había escrito, hasta que me dio por leer la última entrada, en la que ponía:
«La vida ya carece de sentido. Como era de esperar, he perdido lo último que me reconfortaba lo suficiente como para ignorar los dolores. Tenía que llegar ese día. Es hora de dejar la vacuna. Todos ya son felices aquí y yo no soy más que una carga que ya nadie necesita».
Entonces, comencé a leer hacia atrás, viendo la vida de mi bisabuelo en sentido inverso, haciendo mía su memoria, hasta que di con el pensamiento que me haría dejar de leer:
«Los dolores son horribles, me cuesta moverme cada vez más sin sufrir y la vacuna no los evita. Ya me lo dijo mucha gente, que este invento era un arma de doble filo, que cuando comenzasen las molestias, se me irían acumulando hasta dejar de tener alivio alguno. Solo tengo que abandonar la dosis diaria para que el tiempo cumpla con mi destino. Sería lo mejor para mí. Y lo mejor para todos, no sería una carga más. Pero, ay, ¿cómo voy a hacerlo, mientras mi bisnieta quiera seguir escuchando mis cuentos? Esos diez minutos de la noche son lo único que me permiten seguir aguantando. Qué feliz que soy con esos diez minutos de la noche».
El libro se me deslizó de las manos mientras rompía a llorar. Me dejé caer al suelo, a la vez que agarraba con fuerza su vieja garrota, mientras venían a mi mente las incontables noches que pasé absorta con sus historias. Mientras venía a mi mente aquella noche en la que pensé que ya era mayor para cuentos para dormir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Al introducir un mensaje, se mostrará el usuario Google con el que has realizado dicho comentario. En caso de no querer mostrarlo, por favor no insertes ningún comentario.