No llores, padre, que tengo que contarte que, por fin, he comprendido algo que me dijiste hace mucho tiempo. No llores, padre, porque vamos a arreglarlo.
—Unos padres nunca deberían sobrevivir a sus hijos — me dijiste cuando era pequeño, padre.
Por aquel entonces no entendí la frase. Habíamos estado ojeando fotos de cuando eras joven, y te habías parado en una de la mili, junto a otros tres compañeros de promoción. Hasta ese momento me habías ido explicando dónde las habías hecho, cuándo y quién era cada persona, pero en esa en particular te quedaste callado.
—¿Quiénes son esos, padre? —te pregunté, cansado de esperar a que dijeses algo.
Imagen de Michal Jarmoluk en Pixabay |
—Somos los quintos del pueblo —me respondiste —. A estos dos los has visto alguna vez, el Borrico y el Sincuernos. Son vecinos de mis viejos, uno vive en la calle de las vacas, frente al corral, y el otro es el que está siempre en Ca Mariche con su brandi y el puro.
Yo asentí, como si supiese de quién hablabas, pero con la edad que tenía no era ni capaz de recordar el nombre de tus once hermanos, como para conocer a dos vecinos del pueblo. Señalé entonces al tercero, un chico joven, delgado, con la cara tan pálida como permitía una foto en blanco y negro.
—¿Y éste?
Suspiraste y aguantaste una de esas lágrimas que, por aquel entonces, no se les permitía a los hombres.
—El Matojos, mi mejor amigo —me respondiste lentamente, para que la congoja no te cortase la voz.
—¿Y nunca lo he visto?
Padre, miraste detenidamente la foto antes de pasar a la siguiente.
—Nunca, hijo. Murió al poco de acabar la mili, de un accidente de tráfico. Sus padres nunca lo superaron —tomaste una bocanada de aire para continuar —. Unos padres nunca deberían sobrevivir a sus hijos.
Menuda frase, pensé, aunque realmente no sabía lo que significaba. Se quedó grabada a fuego en mi memoria, pero nunca me paré a desentrañar su sentido. Pero no llores, padre, que al fin la he entendido. Justo cuando me dirigía hacia la luz, supe lo que quería decir y comprendí que tenía que venir a consolarte.
Así que deja de observar mi ataúd, desconsolado, y no llores, padre, que no quiero pensar que tienes esa expresión rondando por tu cabeza el resto de la vida, mientras miras fotos mías de pequeño, igual que observabas las del Matojos en la mili.
No llores, padre, porque vamos a hacer que esa frase no tenga sentido. Permaneceré a tu lado para siempre, día y noche, hora tras hora. No permitiré que me sobrevivas.
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