No es nada tranquilizador despertarse a media noche sujetado por dos individuos en tu cama, mientras un tercero te amordaza, te pone una capucha en la cabeza y te ata las manos. Te surgirá la terrorífica certeza de que te quieren secuestrar.
Si, además, te llevan en volandas, te meten en un coche durante un tiempo indefinido y, después, te arrojan a un helicóptero para volar durante otro número interminable de horas, la loca idea del secuestro comenzará a hacerse más sólida. Está claro que en algún momento la vejiga no aguantará más y decidirá aliviarse, ante la incómoda risilla de alguno de los raptores.
La sorpresa será mayúscula cuando el helicóptero aterrice y te dejen en un suelo arenoso, con ruido de olas y gaviotas de fondo. Sentir una navaja soltar las cuerdas te hará dar un respingo incontrolado, y sentirás el miedo de que acabe clavada en tu pecho. «Ya eres libre» será la frase que te dé pie a quitarte la capucha a toda velocidad. Pero, por el ansia, quedarás cegado con la luz del reciente amanecer, tendrás que acostumbrarte a ella para poder descubrir donde estás.
Solo podrás intuir que te encuentras en alguna isla remota con playas de fina arena y agua cristalina (¿cuántas horas fueron volando?). Ni siquiera podrás imaginarte qué haces allí y te verás forzado a preguntar a los dos tipos que se dirigen ya de vuelta al helicóptero «¿dónde estoy, qué hago aquí?».
Ellos despegarán sin responderte, dejándote allí a solas. Es ese momento no sabrás si ponerte a gritar, a llorar o preferirás derrumbarte. Posiblemente sea un poco de todo.
Y es entonces cuando oirás pasos a tu espalda, arrastrando arena. El ruido solo te asustará más, así que te girarás a la defensiva, esperando alguna nueva agresión. Pero solo verás a un tipo en bañador, gafas de sol de las caras, con la camisa abierta de buena marca dejando ver su cuerpo bronceado bien definido, acercándose con una gran sonrisa en la cara, extendiendo los brazos en forma de saludo. Su rostro te resultará vagamente familiar, pero no sabrás quién puede ser. Aparentará la treintena y avanzará con porte de triunfador.
«¡Querido profe!» gritará, abrazándote, «cuanto tiempo sin vernos, más de quince años». Es su forma de hablar la que te permitirá reconocerlo. Jon, aquel alumno que tuviste hace años ya, un vago con un futuro incierto más allá de vivir de sus padres, al que le enseñaste lo mejor que pudiste y al que intentaste inculcar un sentimiento de mejora, de progreso, de finalidad. Ni siquiera sabías qué había sido de él. Ni siquiera pensabas que él pudiese acordarse de ti.
«¿Por qué estoy aquí?» le preguntarás, dándole medio abrazo sin estar seguro de que es lo que realmente quieres hacer.
«No se preocupe, profe» te dirá «, que aquí estaremos bien». Y, mientras avanzáis por la arena hacia la espesura salvaje, te contará «tras ganar varios millones vendiendo mis empresas, hice una especie de apuesta, ¿sabe? Un juego. Me preguntaron que a quién me llevaría a una isla desierta, vivo o muerto, famoso o desconocido, ser humano o animal, y yo respondí que si tuviese que elegir a alguien para pasar el resto de mi vida de esa forma, escogería al mejor profesor que he tenido nunca, jamás, el que me hizo ver que podía conseguir lo que quisiese en la vida». Y, con una sonrisa algo enloquecida, te invitará a comer las pocas viandas mal preparadas que haya podido obtener durante los últimos días en aquel recóndito lugar. «¿Y qué tal su vida?» se interesará «. No omita ningún detalle, tenemos por delante todo el tiempo del mundo para contarnos cosas».
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