Papá Noel estaba exhausto después de una larga noche de trabajo. Tras aparcar el trineo frente a su casa de tejado nevado, iba soltando a sus renos mientras les daba una palmada cariñosa en el lomo. Notaba a Briosa enfadada, siempre furiosa porque los demás iban demasiado lentos, resignándose a ir más despacio para poder trabajar en equipo. Ya la dejaría mañana correr libre para que se desquitase.
Cuando estaba por fin liberando a Rudolph, se dio cuenta de que, junto a la puerta de entrada, abandonado en el manto blanco, esperaba un paquete bien envuelto en papel de regalo, decorado con cinta y pegatinas de corazones. Se acercó, sorprendido, pues nunca recibía nada que no fuesen las cartas de sus niños.
Imagen de Bruno /Germany en Pixabay |
Sacó el tarro para descubrir, en su interior, una figura de un monumento hecha con pequeñas piezas de construcción. A los ojos de cualquier inexperto, aquello parecería algún tipo de arco del triunfo. Pero Papá Noel tenía claro que se trataba de la Puerta de Toledo. Un trozo de papel, pegado en la parte inferior del tarro, no dejaba lugar a dudas, «Ciudad Real».
Al girarlo, bolitas de porexpán comenzaron a crear una tormenta de nieve en su interior. A Papá Noel se le cayó una lagrimita de sus ojos. Era la única ciudad del mundo de la que aún no tenía bola de Navidad.
Por fin, había acabado su colección.
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